
Atesoro el recuerdo reciente de un paseo por la dehesa extremeña con un buen conocedor del terreno. Alguien con el conocimiento incorporado de su tradición y la sabiduría de transmitir su amor por el lugar con las pequeñas y grandes historias que lo visten y enriquecen. Anécdotas, leyendas, datos, curiosidades, dramas, exageraciones, vivencias personales… mezcladas con el paisaje, los aromas y colores de la primavera, constituyeron un memorable ejercicio de ‘realidad aumentada’. Es decir, mi capacidad de percepción y, por ende, de goce se incrementó gracias a la interacción con mi amigo. No es que no fuera capaz de notar por mí mismo el aroma desprendido por las plantas de romero, sino que gracias a él lo relacioné con una serie de remedios populares a la vez que con un divertido acontecimiento local que puedo rememorar y compartir ante la futura influencia de ese aroma, anclándose así en mi acervo de experiencias.
Nuestra vida urbanita nos da nuevas habilidades y nos resta otras de relación con el medio natural y rural de las que aún dispone mi amigo extremeño. No pretendo demonizar ni ensalzar una u otra, más bien constatar la oportunidad que se abre para diseñar ofertas de ‘aumento de la realidad’ y adquisición de experiencias nuevas y excitantes que el medio circundante nos depara. Ahora bien, no podemos pretender que el mismo cliente ultraconectado e hiperestimulado moderno compre ofertas insulsas y poco trabajadas en aras de la ‘tranquilidad’ o por la obligación o culpabilidad ‘ecológicas’ de la protección natural o rural. Sin renunciar a esos valores, disponemos de la tecnología y de la tradición viva (aún) para llenar de contenidos y experiencias de calidad al futuro visitante. Hay un ingente trabajo para relacionar ambas, diseñar experiencias y seducir a la demanda. Si no, resignémonos a seguir sumando experiencias repetitivas en entornos artificiales como los parques temáticos o suspirar viendo los documentales de National Geographic.