Cuando de niño, con mis hermanas y primos, jugábamos en el campo las tardes de verano, nombrábamos los diversos lugares de juego habitual: la colina del musgo, la selva de las lianas, el campo de la higuera… ejercicio imprescindible, sin el cual no había juego posible. Esos lugares, por cierto, tendrían otros nombres que desconocíamos y que, en cualquier caso, no se hubieran adaptado igual de bien a nuestras actividades. Nombrar la colina del musgo, casi implicaba jugar al escondite y, si de la selva de las lianas se trataba, la cosa iba de piratas o exploradores.
En nuestra pequeña comunidad, nombrar era sinónimo de poseer y actuar y, fuera de ella, esos nombres no tenían ni sentido ni esencia. De hecho, no se compartían con adultos ni con otros niños si no era como forma de integración al grupo original. Aún hoy recuerdo el sentimiento de desolación, horror y pena cuando urbanizaron la colina del musgo para suplantarla por las casas de Can Rovira 2. Ni el nombre ni nuestros juegos, sirvieron para impedir el paso de las excavadoras. Cruel lección.
Con los años e implicado profesionalmente en proyectos de territorio, turismo y medio ambiente, me sigo enfrentando a la definición y articulación de la identidad de los lugares, a su puesta en valor, a asociarles proyectos y actividad económica, a procurar la pervivencia de sus paisajes. Mientras, aunque ya aprendí que no son suficientes los topónimos para conservar un lugar, y en tanto que, parte esencial de mi trabajo consiste en rediseñar su identidad, me pregunto: ¿Tienen identidad los territorios? ¿Son diseñables y, aún más importante, rediseñables?
Por identidad de un lugar entiendo la serie de componentes, características y condiciones que lo hacen reconocible y diferente a otro a los ojos del observador, del visitante y del habitante. Éstas, además de múltiples, varían y poseen una jerarquía diversa y subjetiva en función de cada individuo, de su historia, cultura y voluntad. El mismo británico capaz, como habitante de reconocer y valorar hasta quince tipos diferentes de cerveza, compra, como visitante, un sombrero mexicano en su visita a Barcelona seguro de llevarse en ese objeto un pedazo de la idiosincrasia catalana.
Para complicarlo aún más, el fenómeno de la globalización añade culturas, idiomas y costumbres nuevas a nuestros escenarios físicos. Los pastores manchegos son, en realidad, rumanos. Los sombreros mexicanos del ejemplo anterior son “made in China” y el baile más bailado en Madrid es la cumbia.
Este fenómeno, lejos de desanimar a los proyectistas del territorio, nos anima en tanto que alimenta la tesis de la “diseñabilidad”. Así, si los lugares incorporan nuevas componentes, características y condiciones capaces de variar su identidad previa, podemos intervenir en ellos para modificarlos. No cabía duda en cuanto a la capacidad tecnológica de modificación física del territorio (ya comprobada en la colina del musgo), si no de inflexionar su devenir histórico aparentemente inmutable (y dejo de lado provisionalmente una interesante discusión sobre la capacidad de transformación social del espacio físico…).
Mi tesis es que una específica articulación de ciertas características, formas y narrativas territoriales, son capaces de modificar la identidad de un lugar y, por tanto, la oferta que constituye para el observador, el habitante y el visitante. La identidad es, por tanto, diseñable, mutable y ofertable.
En un listado no exhaustivo, las piezas que componen un proyecto de identidad de un territorio son: la vocación social y la decisión política, el paisaje (su protección o rehabilitación), la jerarquización de las actividades económicas (creación, impulso o prohibición), un sistema de proyectos estratégicos y articuladores, la conexión activa de la oferta con la demanda mediante productos consistentes y coherentes con el proyecto, emprendedores que los empujen y redes que los sustenten.
Nos queda hacer punta al lápiz, ubicar el espacio geográfico, municipal, comarcal, regional… e introducir el concepto de Gestión de la Identidad para separar lo vernáculo de lo pintoresco, lo tradicional de lo convencional, lo trivial de lo sustancial, lo banal de lo típico … and so on.
En nuestra pequeña comunidad, nombrar era sinónimo de poseer y actuar y, fuera de ella, esos nombres no tenían ni sentido ni esencia. De hecho, no se compartían con adultos ni con otros niños si no era como forma de integración al grupo original. Aún hoy recuerdo el sentimiento de desolación, horror y pena cuando urbanizaron la colina del musgo para suplantarla por las casas de Can Rovira 2. Ni el nombre ni nuestros juegos, sirvieron para impedir el paso de las excavadoras. Cruel lección.
Con los años e implicado profesionalmente en proyectos de territorio, turismo y medio ambiente, me sigo enfrentando a la definición y articulación de la identidad de los lugares, a su puesta en valor, a asociarles proyectos y actividad económica, a procurar la pervivencia de sus paisajes. Mientras, aunque ya aprendí que no son suficientes los topónimos para conservar un lugar, y en tanto que, parte esencial de mi trabajo consiste en rediseñar su identidad, me pregunto: ¿Tienen identidad los territorios? ¿Son diseñables y, aún más importante, rediseñables?
Por identidad de un lugar entiendo la serie de componentes, características y condiciones que lo hacen reconocible y diferente a otro a los ojos del observador, del visitante y del habitante. Éstas, además de múltiples, varían y poseen una jerarquía diversa y subjetiva en función de cada individuo, de su historia, cultura y voluntad. El mismo británico capaz, como habitante de reconocer y valorar hasta quince tipos diferentes de cerveza, compra, como visitante, un sombrero mexicano en su visita a Barcelona seguro de llevarse en ese objeto un pedazo de la idiosincrasia catalana.
Para complicarlo aún más, el fenómeno de la globalización añade culturas, idiomas y costumbres nuevas a nuestros escenarios físicos. Los pastores manchegos son, en realidad, rumanos. Los sombreros mexicanos del ejemplo anterior son “made in China” y el baile más bailado en Madrid es la cumbia.
Este fenómeno, lejos de desanimar a los proyectistas del territorio, nos anima en tanto que alimenta la tesis de la “diseñabilidad”. Así, si los lugares incorporan nuevas componentes, características y condiciones capaces de variar su identidad previa, podemos intervenir en ellos para modificarlos. No cabía duda en cuanto a la capacidad tecnológica de modificación física del territorio (ya comprobada en la colina del musgo), si no de inflexionar su devenir histórico aparentemente inmutable (y dejo de lado provisionalmente una interesante discusión sobre la capacidad de transformación social del espacio físico…).
Mi tesis es que una específica articulación de ciertas características, formas y narrativas territoriales, son capaces de modificar la identidad de un lugar y, por tanto, la oferta que constituye para el observador, el habitante y el visitante. La identidad es, por tanto, diseñable, mutable y ofertable.
En un listado no exhaustivo, las piezas que componen un proyecto de identidad de un territorio son: la vocación social y la decisión política, el paisaje (su protección o rehabilitación), la jerarquización de las actividades económicas (creación, impulso o prohibición), un sistema de proyectos estratégicos y articuladores, la conexión activa de la oferta con la demanda mediante productos consistentes y coherentes con el proyecto, emprendedores que los empujen y redes que los sustenten.
Nos queda hacer punta al lápiz, ubicar el espacio geográfico, municipal, comarcal, regional… e introducir el concepto de Gestión de la Identidad para separar lo vernáculo de lo pintoresco, lo tradicional de lo convencional, lo trivial de lo sustancial, lo banal de lo típico … and so on.